20 oct 2012

El ingenioso herrero don Francisco de la Mancha

El destino le impidió, por apenas unos días, ver al hijo menor de su primogénita en la universidad; pero ahora, después de algo más de tres años, espero que desde aquel lugar desconocido en que se encuentre pueda estar orgulloso de aquellos nietos a los que tanto enseñó y con los que tanto jugó.

Él era un hombre justo y trabajador, un hombre honrado a quien no le importaba salir perdiendo por no sentir que podía estar aprovechándose de los demás, un hombre inteligente e ingenioso que siempre tenía algo en mente; era una persona firmemente convencida de que en la vida había que escuchar siempre al corazón, una persona que hablaba de la importancia de hacer el bien pero sin permitir que nadie nos dañase.

Era, simplemente, una persona que marcó positivamente a todo aquel que llegó a conocerle…

Porque todos recordamos todavía cómo bailaba con nosotros ese “Rascayú” que tanto nos hizo reír, cómo cantaba la canción del caimán, cómo se quedaba dormido con el puro en la mano o cómo nos ayudaba (e incluso nos incitaba) a hacer todo tipo de travesuras que, en ocasiones, se convertían en auténticas maldades.

Tuve la suerte, durante mi adolescencia, de poder disfrutar muchísimo de su compañía entre aperitivos de patatas fritas con chatos de vino; y aquellos momentos harán que siempre le esté agradecido por haberse mostrado cariñoso y dialogante, por haberme entendido cuando algunos fines de semana no pasaba por casa ni siquiera para dormir o por aquellos detalles pequeñitos que tenía siempre con todo el mundo y que hacían que la vida fuese un poco más alegre…

El tiempo me hizo comprender que disfrutaba tanto como yo cuando nos sentábamos a ver aquellos partidos de fútbol a los que se aficionó por mí o cuando nos sentábamos y hablábamos de cientos de cosas; pero cuando más contento se ponía era al compartir conmigo todo tipo de experiencias, sentimientos, anécdotas o preocupaciones…

Yo era consciente de que le gustaba saber cosas de mí y él siempre se mostró discreto y supo que había ciertos temas de conversación que no debía sacar para no incomodarme; pero su carácter “vaciloncillo” le llevaba de vez en cuando a “decir sin decir” alguna cosilla que, con su gracia habitual, me hacía comprender que sabía más de lo que a mi me hubiese gustado que supiera y que, a la vez, debía estar tranquilo porque, mientras él estuviese allí, todo iría bien.

Y si todo iba bien en su presencia fue debido a que sus circunstancias personales hicieron que, desde muy pequeño, se convirtiese en un discípulo aventajado de la vida para, posteriormente, pasar a ser un maestro para toda su familia; y por eso, como maestro que pronto seré, en mis primeras prácticas tuve la ocasión de brindarle un pequeño homenaje…

Porque, además de ser una gran persona y un gran abuelo, el ingenioso herrero don Francisco de la Mancha pasó a la historia como inventor al realizar la mejora y fabricación de aquellos arados de desfonde que, desde época de los romanos, habían estado sin modificar; y eso es algo que, al hablar de los inventos, debía compartir con aquellos pequeños que miraban sorprendidos la placa de la patente y los bocetos de un invento “de los de verdad”.

Aquel día comprendí que nuestra profesión es tan bonita que incluso nos ofrece la posibilidad de homenajear continuamente a nuestros seres queridos y a esas personas que nos han aportado tanto a lo largo de nuestra vida; porque, desde donde quiera que esté, estoy seguro de que sonreía de forma pícara al ver cómo su nieto se había convertido en uno de esos maestros de escuela a los que tanto admiraba y que, entusiasmado, explicaba a sus alumnos la importancia de los diferentes inventos y del avance científico poniendo a su propio abuelo como ejemplo…

Porque, aquella primera persona que dejó de lado el “Javier” o “Javi” para llamarme “Javierín” también es responsable de mis éxitos…

¡¡Gracias por tu cariño y comprensión, maestro!!